Por: Felipe Mujica
“¿Qué es el hombre? ¿Quiénes somos nosotros? Y yo, ¿dónde estoy? Estas preguntas son tan antiguas como el hombre mismo, que toma conciencia de su ser propio. Una vaca siempre será una vaca. No pregunta “¿qué es una vaca? ¿quién soy yo?”. Sólo el hombre pregunta así, y, al parecer, tiene por fuerza que preguntar así sobre el mismo y sobre su esencia. Es su pregunta. Su pregunta le acompaña en una infinidad de formas. Pregunta que se hace consciente cuando la persona que espontáneamente actúa, se ve replegada hacia si misma y obligada a reflexionar en torno a sí. Descubre entonces una diferencia entre los objetos y de su mundo circundante, a los que ella elabora, y lo que ella misma es. O bien, descubre diferencia entre e mundo vital que comparte con otras y ella misma, en un destino particular que a ella le afecta. Las preguntas con que el hombre apremió a la naturaleza y a otros hombres, dan un giro y se le encaran a él mismo. La actividad con que transformaba las otras cosas se torna en las experiencias de sufrimiento por las que él mismo viene a transformarse.”1
Quisiera iniciar esta presentación exponiendo brevemente algunas de las ideas propuestas por Molltmann señaladas en el párrafo anterior. Volvamos por un minuto a leer sus palabras y consideremos la profundidad y relación de sus ideas con la palabra de Dios. A diferencia del resto de los seres existentes, el ser humano, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Somos capaces de asumir conciencia sobre nuestra existencia, percibir la inmanente necesidad de trascendencia, la capacidad de volvernos sobre nosotros mismo, reflexionar acerca de aquello que significa ser “humano”. Tal capacidad deviene de la esencia otorgada por Dios, en cuanto los seres humanos somo seres creados a imagen y semejanza del Creador.
En palabras de Matthew Henrry. “Que el hombre (humanidad) fue hecho a su imagen y semejanza de Dios contiene dos palabras que expresan la misma cosa y ponen mayor expresión la una en la otra; imagen y semejanza denotan. Aun así, hay entre Dios y el hombre una distancia infinita. Sólo Cristo es la imagen verdaderamente expresiva de la persona de Dios, como Hijo del Padre, que tiene la misma naturaleza… La imagen de Dios en el hombre consiste en estas tres cosas: 1. En su naturaleza y constitución, no del cuerpo, sino del alma… El alma del hombre, considerada en sus tres facultades específicas: entendimiento, voluntad y facultad activa, es quizás brillante y claro espejo de la naturaleza, donde se puede ver a Dios. 2. En su lugar y autoridad: Hagamos al hombre a nuestra imagen… y señoree. Al ostentar el dominio sobre las criaturas inferiores, es como si fuera representante de Dios. Con todo el gobierno sobre si mismo comparta una mayor participación de la imagen de Dios, que la que supone el gobierno de las demás criaturas. 3. En su pureza, y rectitud y santidad (Ef 4: 24; Col 3: 10). Así de santos, así de felices eran nuestros primeros padres al llevar la imagen de Dios sobre sí.”2
Ser imagen y semejanza de Dios o si queremos ser más fieles al original hebreo, Elohim, nos coloca en una doble condición ontológica. Por una parte, nos encontramos situación situados en una condición de superioridad ante el resto de la naturaleza, una superioridad que implica responsabilidad. Al ser nosotros los únicos seres pensantes, capaces de afectar la naturaleza, a tal punto que incluso podemos llegar a modificar el diseño natural (lo observamos en las constantes modificaciones tanto medioambientales, como genéticas que se han venido realizando durante las últimas décadas), se vuelve innegable que no somos iguales al resto de aquellos seres con quienes compartimos la existencia. Nadie más, sino el ser humano, es capaz de elevarse con el explícito propósito cambiar su condición de vida. En palabras de Molltmann, la vaca siempre será vaca, el perro siempre será perro. Ellos nunca dejaran de hacer lo que es por naturaleza ni asumirán una actitud subversiva contra esta. Cosa diferente ocurre con los seres humanos, quién sin el mayor problema se cuestiona por su existencia. De forma casi inherente es que se pregunta, acerca de quién es él en cuanto individuo como por quiénes son los demás, así como por su lugar en mundo.
A la vez la naturaleza, la esencia humana, la cual como ya dijimos nos lleva a cuestionar nuestra existencia, su propósito y sentido, presenta una segunda condición ontológica. Tal condición es mucho más compleja y oscura que la anterior. Esta refiere a la inherente conciencia de finitud que nos acompaña. Los seres humanos en cuanto capaces de asumir conciencia de su propia existencia, reconocen su finitud. Saben que un día dejaran este mundo, que su tiempo en la tierra tiene caducidad. De modo que reconocerse como un ente finito, temporal, en último término que morirá lo lleva a experimentar un estado sicológico y existencial denominado angustia. Sobre este estado existencial y su relación con la sexualidad es que estaremos tratando en el siguiente artículo.
¿Qué es la angustia? ¿Cuál es su causa? ¿Cómo se manifiesta? ¿Podrá tener algún tipo de relación con la sexualidad? Estas y otras preguntas son las que rondan este concepto. Consideremos el caso de Abraham. Observamos la angustia, natural, que Abraham sufría al observar la imposibilidad de extender su descendencia. Así como él, mucho otros personajes bíblicos entendían que la forma de superar la angustia se daba en la medida que logramos trascender, ir más allá de nosotros. En el caso de Abraham, él buscaba transcender por medio de su descendencia. Lograr perdurar, ir más allá de su contexto, situación, condición. La sexualidad era una forma de transcender, la angustia se superaba por medio de saber que al extender tu familia formabas parte de algo superior, mayor al individuo. Cosa que hoy es todo lo contrario. Buscamos alejarnos de la angustia, al volvernos individuos aislados y creyendo que por medio de esta individualidad trascenderemos. Nada más lejano a lo que nos señalan las escrituras. La trascendencia es ir más allá de nosotros al darnos por otro, el ejemplo máximo es Jesús, quien fue capaz de morir para darnos vida. En las palabras de Armando Roa “La angustia le es consubstantiva al hombre y lo ha acompañado vivamente a lo largo de la historia; en algunos momentos adquiere un aire sagrado, rompiendo el curso de los tiempos, como el Huerto de los Olivos cuando en el rostro de Cristo brotan gotas de sangre y el alma se le angustia hasta la muerte. La angustia marca ahí uno de los aconteceres máximos de la congoja humana.”3
Diferentes autores señalan que el fenómeno de la angustia forma parte de la naturaleza que acompaña al ser humano. Experimentar este fenómeno evidencia la inherente capacidad de pensar. El lenguaje, en cuanto forma de expresar una visión de mundo, sino también una forma de vincularnos con los otros e incluso con nosotros mismos, se vuelve la forma más significativa para expresar el estado existencia denominado angustia. Como ya dijimos la angustia es un estado existencial que forma parte de la naturaleza humana. La razón que la angustia nos resulta tan propia es debido a que, al encontrarnos contaminados por el pecado, nuestro espíritu percibe el quiebre de la más trascendental relación del ser humano, su vínculo con Dios. En cuanto estado espiritual, se nos hace presente y sobre todo más evidente cuando somos afectados por un evento que nos resulta irremediable, que nos supera y nos confronta con la finitud (la muerte) que trajo el pecado. Es gracias a la conciencia de la muerte que la angustia nos testimonia que somos seres finitos. Romanos 3: 22-24 “Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos los que creen. De hecho, no hay distinción, 23 pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, 24 pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó.”4
Al fijar la vista en nuestra condición de seres caídos, es que vemos que la angustia impele a la conciencia a tomar conciencia de lo único que parece ser seguro, la muerte. Sin embargo, es esta conciencia de finitud la que nos llama a salir de la comodidad a dejar de lado el ocio y nos impulsa a dar lo mejor de nosotros. El arte es abre el espacio para expresar aquella natural e inherente angustia humana. Nos lleva a buscar trascender, ir más allá del fuero interno. Francis señala esta idea cuando expone que la desesperación o angustia se refleja en el Teatro del Absurdo. “El hombre es intérprete de un trágico chiste en un contexto de absurdidad cósmica total. Ha sido lanzado arriba con aspiraciones que, racionalmente no tienen cumplimiento en el universo que en el cual vivimos.”5 Los seres humanos nos percatamos que hemos sido arrojados a la existencia. La existencia nos impele a buscar más allá de la mera vida material, encontrarnos en la existencia nos empuja a buscar un sentido propósito que supera la mera vida fáctica. Tal búsqueda se da debido a que al encontrarnos separados de Aquel que nos otorga sentido caemos en la angustia. De modo que la angustia es el llamado de nuestra humanidad creada a imagen y semejanza a Dios, para retornar a la relación que nos es natural.
La angustia se vuelve un impulso creativo que nos invita a asumir responsabilidad por nuestra existencia. Responsabilidad entendida como la capacidad y el deber de dar respuesta y razones de los actos que hemos efectuado; en otras palabras, la responsabilidad implica comprender que en algún momento de la historia tendremos que dar cuenta de lo que hayamos hecho. Para los cristianos ese momento se encuentra denominado como el día del Juicio. (1Corintios 4:5; Hebreos 9: 27; Mateo 10: 15) Retomando la idea de angustia, ésta nos recuerda que cada momento que ha pasado ya no se podrá recuperar, que cada instante es un paso que nos conduce hacia la inexorable muerte. De modo que la angustia en cuanto estado existencial nos lleva a asumir una cuota de deber para con nosotros y con los otros. Somos responsables de administrar sabiamente nuestra existencia y afectar de forma beneficiosa al prójimo. En este sentido la responsabilidad vendría de la mano con un autoconocimiento de nuestros dones, talentos, aptitudes y capacidad, en palabras de la Biblia, nos llama a conocer las obras que Dios ha preparado para que andemos en ellas. Efesios 2: 10 “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas.”6
Vale decir que históricamente la angustia ha sido parte fundamental de la historia humana, en cuanto es parte de nuestra condición de criaturas caídas. De modo que podríamos decir que ella es normal, cotidiana a ciertas experiencias e incluso necesaria, para asumir conciencia de quienes somos. Posiblemente uno de los pensadores cristianos que mejor haya desarrollado esta idea es Kierkegaard. “La angustia es el vértigo de la libertad… la vida no es un problema que tiene que ser resuelto, sino una realidad que debe ser experimentada… La vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante.” En cuanto estado existencial que invita a asumir conciencia de la finitud y de la innegable responsabilidad que tenemos de hacernos cargo de la existencia. Por tanto, de nuestro futuro. Vemos la angustia puede contribuir en la medida que llama asumir conciencia de las pérdidas y ganancias. Solo aquel que ama puede experimentar angustia, pues la conciencia de la pérdida de lo amado nos hace volver la mirada a Dios y comprender que solo en Él somos completos. “en tal sentido como decíamos (la angustia), es el origen más remoto de la vivencia de yo, tú, nosotros; incluso, en cuanto surge ante la expectativa de que uno de esos seres esté presente o ausente, hace patente el amor, pues no cabría angustia ante la posible desaparición de algo o alguien que no importa nada, que no despierta menor interés. Lo sumamente amado, y que sin embargo es incapaz de despertar angustia alguna al dejar de ser, pondría a la vista que tal amor nunca se dio.”7 La angustia nos hace entendernos como seres menesterosos, que requieren de algo más que ellos mismos. Incluso lo amado, puede llegar a desaparecer, de modo que la angustia evidencia que nada en este mundo, por más amor que yo le tenga, podrá librarme de la angustia. Podemos señalar que el ser humano, gracias a la angustia, intuye aquella natural necesidad de rendir cuentas a otro que sea superior, Dios. A la vez que llama a entender que únicamente Dios (en cuanto eterno, imperecedero y absoluto en perfección) podrá hacernos sentir completos, pues no es susceptible de ser perdido. Más bien es Él quien nos ha ganado para sí.
Lamentablemente es necesario decir que hoy la angustia ha tomado una forma diferente a la que venimos describiendo. Una forma que puede ser denominada como angustia patológica. Habitamos en una época, en la que el ser humano se vuelve cada más individualista, sale de su casa al trabajo, se remite a relaciones virtuales, observa una pantalla, se aliena de los otros e incluso de si mismo ahogando sus pensamientos y más profundas inquietudes en imágenes, videos, música y fotos que no le entregan nada. Silencia su natural necesidad por asumir conciencia de su propia existencia con placebos que tocan sus emociones, pero jamás su íntima y profunda espiritualidad. En palabras de Moltmann “Al anochecer enchufa la televisión y va sintiendo cómo acaba el día sin abrir la boca. Su vida está organizada de tal forma que no puede ya vivirla. Pero, así, su angustia solapada va creciendo. Se siente solitario.”8 En palabras simples tenemos a un ser humano que vuelto parte de su estilo de vida un hedonismo evasivo.
No cabe aquí analizar las diferentes razones por las que el hedonismo se ha vuelto un estilo de vida. Sin embargo, no es para nadie desconocido que en efecto hoy más que nunca existe un constante y exuberante llamado a la búsqueda del placer. Ya no vale el placer como un momento o un instante de gratificación, tampoco hay espacio para sentarnos a disfrutar de ese momento, asimilarlo y transformarlo en un recuerdo agradable. El humano hedonista, se desarrolla en base a una muy propia tendencia posmoderna, esta es la evasión. El consumo (una práctica que es natural del ser humano) se ha transformado en un modo de vida que lo lleva a evadir la natural necesidad de asumir conciencia de su existencia; claro que esto solo es posible hoy en día, debido a la amplia gama de ofertas que se nos presentan como objetos de consumo. “Este (el hombre hedonista) sólo responde al llamado de los placeres. Para esta figura arquetípica el deseo no constituye en sí mismo un goce, puesto que sólo encuentra sentido en la consumación; se tranquiliza exclusivamente en la realización vertiginosa, en la voracidad. Todo límite le parece una negación, cualquier control interno o externo, una represión. El deseo lo inquieta. Necesita acabarlo, como si fuera una sensación de hambre que roe las entrañas, posiblemente el deseo llegar al goce y reempezar, porque el placer es sólo la sombra del deseo.”8 Este deseo que desborde, que aliena, que doble y esclaviza, es la manifestación de la angustia, pero no de la angustia normal que nos lleva a elevar la mirada hacia Dios. Se vuelve más bien la evidencia de la angustia patológica, una que asume la forma de ansiedad, ese deseo incontrolable por buscar, tener, usar, gastar y volver una vez más a iniciar el ciclo.
Es el hombre hedonista un enemigo del deseo, pues no tolerar desear, solo quiere disfrutar, gozar, volcarse sobre otro, sea sujeto u objeto y devorar. Para luego volver a consumir. Este estilo de vida no nos debería resultar extraño. Solo es el fruto de nuestra sociedad. Nuestra sociedad se eleva sobre un muy sencillo pero atractivo código moral; “si algo te hace sentir bien entonces hazlo”. Esta frase, con sus implicancias ha pasado a ser la estructura normativa que domina nuestro tiempo. Una nueva estructura valórica emerge dominando la época presente. En palabras de Enrique Rojas “El prototipo del hombre light (el hedonista líquido) busca lo absoluto, desde su punto de vista. ¿De qué forma? Convirtiéndolo en relativo. Todo es positivo y negativo, bueno y malo; o nada es bueno ni malo, sino que dependen de lo que una piense, de sus opiniones… Y es que cuando se pierden los resortes más nobles de la conducta… el hombre se despoja de responsabilidad personar.”9 Surge así un nuevo tipo de ser humano, el hedonista líquido, un tipo de hedonista que ya no se enfoca ni siquiera en el placer que te entrega el objeto, sino en la evasión momentánea que le genera el acto de consumir. Su vida de hedonismo es líquida, se le escapa entre los dedos incluso antes de que haya terminado de disfrutar el momento. La razón es sencilla, al verse inmerso en la angustia patológica, una forma de ansiedad que lo domina percibe la ansiedad de saber que pronto el placer desaparecerá. Su estilo de vida, su visión de las relaciones, incluso de sí mismo, se le escapa como agua entre los dedos. El consumo es la única forma de mantener la ilusión de placer, la evasión de su natural tendencia a la trascendencia.
La época posmoderna con su abrumador mercado de opciones, se ha dedicado a instalar una lógica de consumo irracional. Aquí cabe señalar que el consumo es parte natural de la vida humana. Los seres humanos consumimos constantemente, esto nos permite alcanzar una mejora en la calidad de vida. Así como la posibilidad de emprender negocios, generar espacios de diálogo e incluso asociarnos. Desde una óptica cristiana el consumo no presenta ningún conflicto ético y ontológico. Su problema se encuentra cuando el consumo asume un carácter irracional. Al instalar la necesidad del consumo como forma de evadir la angustia patológica, el deseo adquiere una morbosa faceta. Se cae en un consumismo vertiginoso, que llama a colocar la mirada en el placer instantáneo, inmediato. Se olvida la idea de proyecto, la necesidad de trascender. Se promueve una cosmovisión hedonista, se percibe al otro como un medio para un fin. Asumimos como centro los deseos, pero no aquellos que son necesarios y naturales, sino aquellos que se nos presentan como una necesidad creada. Observamos como diferentes instituciones, desde centros comerciales, tiendas, la televisión, etc., plantean el hedonismo como el fundamento de la vida posmoderna.
La actitud afectiva más propia y natural del ser humano es el amor. Un amor que presenta diferentes aristas. No solo en relación al plano erótico, sino en relación al vínculo filial, incluso en relación a amar lo superior. Sin embargo, dentro de este contexto nos centraremos en el amor erótico. La forma en que ha sufrido una degradación y la uso que se le ha otorgado. Por amor erótico, no entenderemos la mera pasión que experimentan dos personas que vivencian una atracción física. Sus fronteras van más allá de lo físico. Refiere a una forma de compromiso, en la que los que se involucran se vinculan en base a un proyecto en común. No resulta sencillo identificar en cada caso todas las implicancias del amor erótico. Dejarse cultivar por la belleza del ser amado, reconocer sus virtudes y a la vez sus defectos, es a partir de este conocimiento que se genera aquello que se denomina “amor erótico”. El amor erótico, cuando es verdadero amor y no mero placer se funda en el anhelo del vínculo; no deja cabida para ver al otro como un medio para obtener placer. Este amor buscar a la persona y no que le puede entregar.
Lamentablemente en la actualidad nos encontramos con una situación social que no puede ser pasada por alto. La idolatría al sexo. “Hoy asistimos a una idolatría del sexo. Los medios de comunicación y en especial, el cine y la televisión, nos lo han servido en bandeja. Hay sexo por todas partes, sin afectividad ni amor, sino como una ruta serpenteante… Los medios de comunicación prometen la liberación y el encuentro con uno mismo en paraísos de sensaciones maravillosas: sexo sin fin, diversión, juego caprichoso. Así, se pretende engañar y convencer al hombre de que sexo y amor significan lo mismo, de que practicar el sexo es interesante, sin plantearse nada más. Todo desde un punto de vista material y deshumanizado.”10
Nos encontramos que el sexo se ha transformado en la máxima forma de consumo. La causa de este fenómeno podría ser abordada desde una perspectiva reduccionista. Algunos pueden creer que el consumo del sexo se debe a que entrega un alto grado de gratificación en un tiempo breve y con una facilidad casi inmediata. Podemos acceder a las prácticas sexuales más sórdidas solo con apretar un botón en el computador o comenzar a generar procesos imaginarios. Sin embargo, la realidad del sexo en cuanto objeto de consumo consiste en que no es un algo que se consume, sino un alguien. La naturaleza pecaminosa se evidencia en el pecado sexual, pues se eleva sobre otro, se genera una relación de poder; un vínculo de control sobre el prójimo. La humillación y sometimiento del otro que va de la mano con el pecado sexual es posiblemente la forma más brutal y cruel de esclavitud que puede existir. Volver al prójimo como un producto sexual, un producto de consumo, resulta atractiva pues al usar al otro, lo que se hace es proyectar en quien es vulnerado la angustia patológica que se experimenta. Pocos comprenden que el pecado sexual, en sus diferentes formas, es un modo de evasión de la angustia patológica que se vive al no lograr encontrar trascendencia a la existencia.
La gran estrategia que se ha establecido en la época presente es sencilla y a la vez macabra. Sublimar cualquier indicio de angustia patológica por medio de las mal llamadas libertades sexuales, en otras palabras, por medio del libertinaje. La época presente ha dejado de considerar a la sexualidad como una parte de la existencia humana, más bien ha reducido la totalidad de la misma a la sexualidad. Autores como Simone de Beauvoir, Michael Foucault, Judith Butler, Herbert Marcusse, son solo algunos ejemplos de esto. Sin entrar en detalle sobre estos autores, pues no es nuestro fin ni propósito; podemos señalar las fatídicas consecuencias de sus propuestas filosóficas.
Los efectos de ideologías que abordan los problemas existenciales de la humanidad, desde la lógica de la evasión o desde la absoluta permisividad son evidentes. La “humanidad líquida”, está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza, ni sabe quién es ni quiénes son los otros. Se ha transformado a sí misma en un medio para un fin, no le complica verse a ella misma como un producto, venderse y comprar a otros. Humillarse al cosificarse y degradar la dignidad que Dios le ha conferido. Experimenta y reduce sus las relaciones humanas a las de autómatas enajenados, en las que cada uno basa su seguridad en ser parte de la multitud. Abandona la natural e inmanente búsqueda de sentido, aquel anhelo por trascendencia. Esto hace que la autopercepción de si mismo se reduzca al momento, el valor de la existencia se traduce en la cantidad de momentos placenteros que puede obtener. Al mismo tiempo que se aliena de los otros, pero sobre todo de sí mismo. Tenemos una generación que habita tremendamente solos, invadidos por el profundo sentimiento de inseguridad, de angustia y de culpa que surge siempre que es imposible superar la angustia patológica que lo gobierna. La razón es sencilla una sociedad que ofrece casi infinitas formas de paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente la natural y necesaria angustia, puede conducir a un solo camino. Este camino es perdida de sentido. A su vez esta perdida de sentido asume la forma de angustia patológica, paradójicamente, la sociedad presente trata de combatir la angustia patológica por medio del hedonismo, colocando como centro a la sexualidad. Pero la vida hedónica-sexual no puede saciar los más profundos deseos de trascendencia humana. Se ha olvidado que el verdadero conocimiento resulta de la actividad más natural y a la vez más compleja de todas; la reflexión. Una cultura hedónica, que envuelve a sus miembros en dinámicas de placer sexual, sin fin ni límites, solo puede conducir a sus integrantes a un único camino; la perdida de su inherente dignidad humana en cuanto creación de Dios a su imagen y semejanza.
Me gustaría finalizar con una cita de Pedro Finkler. “El hombre es ciertamente, el más digno de los seres creados. Su dignidad es consecuencias de su origen, de su fin y de la forma en que organiza y realiza su vida. La Biblia -libro inspirado por el propio Creador- contiene revelaciones admirables que evidencian la nobleza de la estirpe humana. Afirma que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza… Revela que nuestro destino es la felicidad eterna junto al propio Creador que se declara Padre bondadoso de todos los hombres. Traemos en nosotros el sello de la divinidad. Estamos destinados a grandes cosas.”11
1. Jurgen Molltman, Antropología Cristiana, ¿Qué es el hombre?, pág. 1
2. Matthew Henrry, Comentario bíblico, pág. 17
3. Armando Roa, Modernidad y Posmodernidad, pág. 63
4. Versión Biblia Reina Valera 1960
5. Francis Schaeffer, Huyendo de la Razón, pág. 69-70
6. Versión Biblia Reina Valera 1960
7. Armando Roa, Modernidad y Posmodernidad, pág. 68
8. Jurgen Molltman, Antropología Cristiana, ¿Qué es el hombre?, pág. 112
9. Thomas Mullian, El consumo me consume, pág. 17
10. Enrique Rojas, El hombre light, pág. 63
11. Pedro Finkler, Dignidad humana y calidad de vida, pág. 5